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Obras de Diego Catalán

2.- A MODO DE PRÓLOGO. EL ROMANCERO TRADICIONAL MODERNO COMO GÉNERO CON AUTONOMÍA LITERARIA

 

      l Romancero debe su presencia en la literatura española y universal, como es bien sabido, al descubrimiento por parte de los impresores del siglo XVI del valor co­mercial de este género literario «menor». Gracias a los editores de pliegos sueltos y de cancionerillos de bolsillo, una gran variedad de lectores muy distanciados en el tiempo, en el espacio y en sus gustos literarios respecto a los destinatarios y usua­rios tradicionales de esa literatura, han podido leer romances desde el siglo XVI hasta hoy en día. Pero la comercialización del Romancero en el siglo XVI es, sin duda, también responsable de un fenómeno muy peculiar del género: la confusión de sus límites.

      Desde los primeros corpora romanceriles con pretensiones de exhaustividad compilados a mediados del siglo XVI (los Cancioneros de Nucio de c. 1547 y de 1550; las Silvas de Nájera de 1550-51), los romances entonces ya tenidos por «viejos» (procedentes de las más variadas ramas del romancero primitivo: la épica nacional y la épica francesa, el noticierismo político y el fronterizo, la baladística pan-europea, etc.) aparecen ya revueltos con los romances «juglarescos» (sobre temas épico-nacionales, carolingios e histórico-novelescos), con los romances de los poetas «trovadorescos» (de temática e inspiración «cancionerιl») e incluso con los pri­meros romances «eruditos» (de los rimadores de crónicas). En seguida, el romancero «erudito» intenta desplazar al «viejo» como negocio editorial (Fuentes, 1550; Sepúlveda, 1551); pero, a la larga, no conseguirá sino entremezclarse con él (recopi­lación falsamente atribuida a Sepúlveda, 1563; Rosas de Timoneda, 1573). Más tarde, a finales de siglo, el romancero «nuevo» (ajustado al lenguaje y estética del Ba­rroco) logra vida autónoma en las Flores (1589-1597), colecciones en que se deslizan, de cuando en cuando, algunos ejemplos de romances «noticieros tardíos» e incluso de los primeros romances «de ciego» (sobre «sucesos» admirables o tre­mendos); pero, aunque el Romancero general de 1600 da acogida a todo el plantel de esas Flores, la inicial autonomía del romancero «nuevo» no resistirá durante mucho tiempo las tendencias integradoras, que llevan a dar preferencia a las ordenaciones temáticas sobre las estilísticas (Escobar, Romancero del Cid, 1605). En el siglo XVII, se llega al extremo de crear textos facticios, en que se da acogida indis­tintamente a versos y escenas de los romances «viejos», procedentes de la tradición medieval, y de los romances cronísticos y «nuevos», debidos a los «ingenios» de mediados y fines del siglo xνι (es la labor de Tortajada, 1646 o quizá antes).

      La falsa unidad del Romancero se transmite, sin interrupción, desde los editores antiguos a la erudición moderna. Cuando los críticos y poetas de los últimos años del siglo XVIII y primeros años del siglo XIX que intentan liberarse de la opresión de la poética y la estética clasicistas toman al Romancero castellano como bandera de su movimiento libertador, se apoyan indistintamente en los romances «viejos», en los «cronísticos» y en los «nuevos». Tan válida muestra de poesía primitiva, román­tica, es para ellos un romance de Góngοra, o de Sepúlveda, como el de El conde Alarcos o uno de los viejos del Cancionero sin año de Amberes. En las primeras an­tologías modernas de Durán (1828-1832) y de Ochoa (1838), los criterios ordenatorios que prevalecen son los temáticos: romances moriscos, romances amatorios, romances caballerescos, romances de los doce Pares de Francia, romances de Amadís, romances de la historia nacional, etc., sin distinción de tiempos ni estilos.

      Aunque ya Grimm, en 1815, había comenzado a poner orden en este caos y un Durán prologase su nuevo Romancero general exhaustivo de 1849-1851 introduciendo los principios cronológicos y estilísticos para categorizar los romances que publica, hubo que esperar a la aparición, en 1856, de la Primavera y flor de romances de Wolf y Hofmann para que la consideración global de las producciones en metro de «romance» fuera puesta en cuestión y el estudio literario del «Romancero» más antiguo se liberara de la copresencia de los romances llamados «artísticos», debidos a los poetas cancioneríles, eruditos o barrocos (de fines del siglo XV y princi­pios del siglo XVI; de mediados del siglo XVI y de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII).

      Los criterios selectivos de Wolf (ampliamente divulgados por Menéndez Pelayo al dar acogida a la Primavera en su Antología de poetas líricos castellanos) establecieron, de forma casi definitiva, un nuevo concepto restringido de «Romancero» que aún hoy sigue presidiendo la mayor parte de los estudios y antologías del género. De hecho, ni los progresos críticos de Menéndez Pidal ni la erudición bi­bliográfica de Rodríguez Moñino (por sólo nombrar dos gigantescas aportaciones de nuestros maestros inmediatos) supusieron nunca una ruptura con la imagen que del género había establecido Wolf. Si los sucesivos proyectos de Menéndez Pidal y Foulché Delbosc, en 1901, y de Di Stefano, en 1978, de realizar una nueva «Primavera» se hubieran materializado en sendas publicaciones, creo que sería evidente en ellas esa esencial continuidad: aunque enriquecido y depurado (gracias al mejor conocimiento de las fuentes del romancero antiguo y a los crίteríos filológicos propios de los tiempos que en cada caso corrían), el «Romancero» tal como fue definido por la antología de Wolf seguiría constituyendo la base de uno y otro corpus; ni en la nómina ni en la organización de los romances, las nuevas «Primaveras» se ha­brían separado de forma radical respecto a la primitiva.

      Y, sin embargo, entre 1856, en que se publica por primera vez la Primavera, y 1957, en que Menéndez Pidal inicia, al fιn, la publicación de su Romancero tradicional de las lenguas hispánicas (precedida de la aparición en 1953 de los dos volú­menes «teóricos» llamados Romancero hispánico) algo muy trascendental estaba socavando las sólidas bases en que se asentaba el estudio literario del Romancero: la creciente evidencia de que el Romancero seguía existiendo transmitido oralmente de memoria en memoria en todas las comunidades de habla española, portugue­sa, catalana o sefardí. Y, a la larga, la progresiva irrupción de «textos» de origen oral en el campo de los estudios del Romancero vendría a dejar inservible la definición y descripción del género Romancero propia de las historias de la literatura, aunque los manualistas de las más varias orientaciones crίticas sigan ignorándolo o pretendan ignorarlo.

      Es cierto que la noticia de que los romances seguían cantándοse por «el pueblo» la tuvieron, desde un principio, los estudiosos mismos del Romancero: ya en 1815, el propio Grimm esperaba poder reproducir en letra impresa algunos romances desconocidos oídos en la España de principios del siglo XIX por un curioso via­jero. Pero, cuando esas «reliquias» de un género, que se consideraba la quintaesen­cia del espíritu de la Edad Media, empezaron efectivamente a ser recuperadas del pueblo que las conservaba, los descubridores y divulgadores de los hallazgos se apresuraron a devolver a aquellos restos arqueológicos sus prístinas cualidades, malamente deterioradas, a su parecer, por culpa de los «bárbaros» poseedores de tan estimables joyas. Los «pastiches» románticos de Almeida Garrett, Estácio da Veiga o Azeνedο en Portugal, los de Estébanez Calderón, Durán o Amador de los Ríos en Andalucía y Asturias, los de Agulló en Cataluña reemplazaron sistemáticamente, en las publicaciones del Romancero, a las transcripciones «de campo» de los romances oídos de boca de las criadas, los campοneses, los gitanos, los paisanines y los pageses depositarios de la tradición. El afán restaurador llegó al extremo de poder construir «pastiches», sin apoyο de un texto tradiciοnal oído, inventando poemas según «debiera» haberlos cantado el pueblo (es el caso de algunos de los romances «recobrados» pοr Murguía en Galicia, por Bethencourt en Canarias, por Vigón en Asturias, por Estácio da Veiga en el Algarve, etc.). A finales del siglo XIX, la difusión del concepto de «folklore», de una parte (ejemplos: Antonio Machado y Álvarez, «Demófilo», en Andalucía, Sergio Hernández en Extremadura, Costa en Aragón), y de los métodos de la «filología» románica, de otra (ejemplos: Milà en Cataluña, Leite de Vascοncelos en Portugal, Münthe en Asturias, Danon en las comunidades judeo-españolas), fueron imponiendo en las ediciones una mayor fi­delidad a los textos oídos, si bien incluso algunο de los editores más respetuosos con la tradición conservada por el pueblo (como el propio Miià, inicialmente, o Juan Menéndez Pidal) siguieran creyendo necesaria una cierta «corrección» de los textos tomados de boca del pueblo. Pero, con todo, la aparición, junto al corpus consagrado del Romancero transmitido pοr vía escrita, de un nuevo corpus de tex­tos procedentes de las más varias regiones y países del mundo de habla portugue­sa, castellana, catalana o judeo-española, no pareció a los críticos de fines del siglo XIX razón suficiente para alterar su concepción del Romancero como literatura del pasado medieval. Basta, para verlo, la Antología de poetas líricos castellanos de Me­néndez Pelayo, en que las primeras colecciones de romances transmitidos por vía oral hasta el siglo XIX se editan como complemento de la Primavera de Wοlf.

      En los años 1900 a 1920 Ramón Menéndez Pidal y María Goyri reúnen (inicialmente como una empresa familiar; más tarde apoyados por la Junta para Am­pliaciόn de Estudios) una sensacional colección de textos romancísticos de la tra­dición oral moderna recogidos personalmente o a través de corresponsales y colaboradores. El conocimiento de esos miles de versiones modernas obliga a Menéndez Pídal a enfrentarse con los eruditos de archivo y defender la necesidad de una consideración integral del Romancero, en que el testimonio de las versiones modernas se sume al de los textos impresos en los siglos XVI y XVII y al de los tex­tos, noticias y citas conservados en manuscritos antiguos (de los siglos XV a XVII); por otra parte, la tradición oral moderna, tan rica en variantes, le sirve de apoyo para entender y explicar el funcionamiento de la tradición antigua en sus aspectos creativos. Sin embargo, su formación e intereses científicos como filólogo romanista y medievalista le impiden, en cierto modo, llevar a sus últimas consecuencias su noción de la «tradicionalidad» de los textos transmitidos de memoria en memoria, ya que, de una forma u otra, sigue siempre considerando la tradición moderna como un testigo más de lo que fue el Romancero, como una prueba viva de la forma en que se creaba la poesía en la edad aédica. De ahí que, pese a sus extraordina­rios conocimientos acerca del Romancero oral moderno y a la importancia que le concedió en sus estudios, no necesitara revisar en sus aspectos básicos el sistema valorativo y organizador de Wolf respecto al género.

      Tras unos decenios en que el interés por el Romancero llegó a sus cotas más bajas, asistimos hoy, no hay duda, a una verdadera «inflación» en cuanto al número de estudios publicados y de estudiosos que se interesan por el «género». Pero, a la vez, esta nueva etapa «post-pidalina» de estudios sobre el Romancero se caracte­riza por la vuelta a un estado de gran confusión, nunca visto desde los tiempos de Wolf. Las causas no son las mismas que a comienzos del siglo XIX; pero de nuevo reina una peligrosa vaguedad en la definición y en los límites del género estudiado bajo el membrete de «Romancero» y un notorio caos en la identificación y clasifi­cación de los materiales que se nos proponen como parte del corpus en que ha de basarse este estudio.

      El origen en la crisis definitoria del género está bien claro. Es el conocimiento amplio, amplísimo, de textos procedentes de la tradición oral moderna y la total ruptura de los criterios (o prejuicios, si se quiere) «literarios» que gobernaron la recolección del Romancero, no sólo en los tiempos «románticos», sino también en los «positivistas» o «filológicos». Los «documentos» de origen oral reunidos por los últimos exploradores de la tradición han acabado con la primacía, hasta hace poco indiscutible, de las impresiones del siglo XVI para definir el «Romancero» y el lugar que ocupa entre las manifestaciones de la cultura de los pueblos neo-románi­cos, cis- y tras-marinos.

      La importancia, cuantitativa y cualitativa, de los textos memorizados por sucesivas generaciones de transmisores de romances que han podido recogerse en los siglos XIX y XX ha convertido al «Romancero tradicional moderno» en un campo de estudio tan rico en cuestiones cοmο el «Romancero impreso de los siglos XVI y XVII». Los millares de versiones extraídas de la tradición oral moderna no son leídas ya solamente como reliquias de una literatura tardo-medieval o renacentista-conservadora preservadas en el congelador de las culturas rurales hispánicas o en los ghettos judeo-españoles, sino también como productos culturales actuales. El «Romancero tradicional moderno» no interesa sólo por la información que proporciona o pueda de él extraerse para entender mejor el Romancero de los siglos ΧV o XVI, sino en sí mismo, como realidad autónoma.

      En este sentido, el más amplio y exacto conocimiento de la tradición oral moderna, tan deseado por Menéndez Pidal, en lugar de favorecer la consideración integral del género tal como él la propugnaba o como la propugnan sus más fieles con­tinuadores Armistead y Silverman, ha contribuído, en cierto modo, a abrir una brecha entre los testimonios modernos y antiguos de los poemas tradicionales. Las grabaciones o transcripciones de los actos de recitación o canto de un romance por un sujeto portador de tradición y los textos literarios publicados por las prensas del siglo XVI son demasiado incomparables para presentar a base de ellos la «diacronía» del Romancero. De modo similar a los editores no folkloristas y no filólo­gos, que en el siglo XIX comenzaron a «salvar» los romances de la tradición oral popular, los antiguos glosadores de romances y los músicos de los siglos XV y XVI, cuyas versiones nos conservan los cancioneros y pliegos sueltos, y, tras ellos, los im­presores de cancioneros, silvas y rosas de romances, como Nucio, Nájera o Timo­neda, utilizaron la tradición oral del siglo XV y del siglo XVI para incorporarla, por razones artísticas y comerciales, a los modos de producción cultural entonces do­minantes. Frente a esos poemas manipulados por editores que los entendían y apreciaban desde fuera de la cultura tradicional, las versiones «documentadas» modernamente por filólogos, folkloristas y etnógrafos son transcripciones fieles de las manifestaciones efímeras y parciales de una obra literaria tradicional; pero, en cambio, no son propiamente poemas, pues el poema de que son manifestación sólo existe en la memoria colectiva y sólo es recuperable mediante el conocimiento de una pluralidad de los actos orales en que se hace perceptible. Los datos extraídos de los textos «publicados» en el siglo XVI y los que proporciona la investiga­cίόη moderna pueden ayudarnos a obtener una visión histórica de un romance; pero los textos no son cualitativamente homogéneos y, por lo tanto, realmente comparables.La autonomía de los textos modernos como objeto de estudio resulta también manifiesta por el hecho de que las categorías literarias establecidas para poner orden en el Romancero antiguo no sean válidas para los romances recogidos en los siglos XIX y XX. Romances impresos en el siglo XVI que debemos adscribir a corrientes lite­rarias diversas, reaparecen hoy en la tradición igualados en un mismo lenguaje poéti­co. Categorías tan imprescindibles en una consideración literaria de los textos anti­guos como las de «romance viejo», «romance juglaresco», «romance trovadoresco», «romance erudito», carecen de vigencia en la tradición oral moderna.

     Como muestra de ello voy a citar, intencionalmente desordenadas, algunas escenas de romances de la tradición oral con antecesores impresos en el siglo XVI de carácter muy diverso. Proceden: a) de un poema de inspiración épica (El moro que reta a Valencia y al Cid) y de una balada pan-románica (El caballero burlado), tanto uno como otra ejemplos de romances que, a comienzos del siglo XVI, eran ya consi­derados «viejos»; b) de un par de romances de tema francés (Gaiferos y Melisendra, El conde Claros preso), que, en sus impresiones del siglo XVI, pertene­cίan al romancero «juglaresco» más típico; c) de un romance noticiero (Muerte del Duque de Gandía) y de otro fronterizo (Don Manuel y el moro Muza), que, en sus antecesores impresos en el siglo XVI, tenían carácter muy distinto, ya que el primero mantenía un tono muy juglaresco y el segundo se narraba con clara andadura de romance «tradicional»; d) de un romance originalmente trovadoresco, cuyo autor, Juan del Encina, es bien conocidο (El Enamorado y la Muerte), y e) de dos romances, uno de ambientación histórica (El conde don Pero Vélez) y otro de tema bíbli­co (Εl sacrificio de Abraham o de Isaac), que, en impresiones del siglo XVI, respon­dían a la estética del romancero cronístico o «erudito». Cada escena citada 1 va contrastada, en notas al pie, con la correspondiente en el Siglo de Oro.

                                              a) 2
Esta noche soñé un sueño      muy contrario al alma mía,
soñé que tenía en mis brazos      a prenda que más quería,
era la Muerte que estaba      haciéndome compañía.
—¿Qué haces ahí, la Muerte,      a deshora en casa mía?
— Por ti vengo, enamorado,      que Dios del cielo me invía.
— Por Dios te pido, la Muerte,       por Dios y Santa María,
que me dejes otra noche,       que me dejes otro día,
que me quiero confesare,       enmendarme de esta vida.
—Aún no era bien de noche       y el mozo a rondar iba:
Ábreme la puerta, blanca,       -ábreme la puerta, niña,
que si hoy no me la abres,       ya no la abras en la vida!
— ¡Cómo quieres que te la abra,       si yo abrirla no podía:
mi padre se está acostando,      mi madre que no dormía,
mis hermanitos pequeños      mirando a ver lo que hacía!
Anda, vete a la ventana       donde planchaba y cosía,
echaréte un gordón de oro      para que subas arriba;
donde mi gordón no alcance,      mi cabello te echaría.

                                          b) 3
Amores tiene el don Carlos,       no le dejan descansar;
tan pronto pone a vestirse,       como se pone a calzar,
tan pronto coge el caballo,      como le vuelve a dejar.
Al pasar por el palacio,       ya le salen a mirar.
— ¡Qué buen cuerpo tienes,      Carlos, para con moros pelear!
— Mejor lo tengo, señora,       para con usted casar.
— Me abultas algo ligero      y te ibas a alabar.
— Yo no me alabο, señora,      nunca me supe alabar.
Con estas palabras y otras,      se arrimaron a un rosal,
don Carlos tendió la capa,       la niña tendió el berdal.

                                            c) 4
Advierte don Pedro Bello      que en palacio lo han hallado
los calzos a las rodillas       y el librón desabrochado,
y a la dama la han hallado       sentada sobre un estrado,
correa de oro por el suelo       y el cabello enmarañado.
— ¡O casas con ella, conde,       o has de morir ahorcado!

                                           d) 5
Deprisa pide el vestido,       deprisa pide el calzado;
si deprisa lo pedía,       más deprisa se lo han dado.
Entró en la caballeriza,     sacó un potro mal domado;
con una mano le ensilla,      con otra frenos le ha echado,
con los dientes de su boca      la cincha le ha ido apretando.
Todas damas y doncellas      salían allí a mirarlo;
también salió allí la suya,      con un pañuelo en la mano:
— Toma este paño, Manuel,      don Manuel, toma este paño.
— Guárdale tú, nιña mía,     guárdale tú pa otro amado,
que yo me iré ala guerra,      no sé si seré tornado.

                                            e) 6
El Cid, que no está muy lejos       y estas palabra’ escuchaba,
se ha hincado de rodillas      y su cara al cielo alzaba:
— ¡Νο lo permita mi Dios     que este perro haga esta infamia!
Hija mίa, Blancaflor,      espejo de la mañana,
quítate ropa de seda      y ponte ropita’e Pascua
y a aquel moro, que allí viene,      por medio de la calzada,
hija mía Blancaflor      me lo entretiene’ en palabras,
mientra’ echo un pienso a Marrueca     y un filo doy a mi lanza
que te barrunda en amores,      en amores te barrundaba.
— ¡Cómo quiés que lo entretenga,      si de amores no sé nada!
—Si te trata de «mi vida»,      contéstale de «tu alma»;
si te echa mano a los pechos,      tú le echas mano a la barba.

                                             f) 7
— Otros tantos, la señora,     que por ti no corto barba;
tírate de ese balcón,      de esa ventana más alta,
que yo te recogería      en alas de la mi capa.
Estando en estas razones,     sacó una rica manzana;
la manzana era de oro      y el pinzón de fina plata.
— De esas manzanas, el moro,     mi padre tenía un arca.
Vete con Dios, el morito,      no digas que te soy falsa,
que en las cuadras del mi padre     un caballo se ensillaba,
no sé si es para ir a moros,      no sé si es para ir de caza.
— No tengo miedo a tu padre,     ni a todos los de la cuadra,
si no es a un potrezuelo,      hijo de esta yegua baya,
que a mi me lo habían hurtado      en las sendas de Granada.
— Ese caballο, el morito,      mi padre le da cebada,
cada vez que le echa pienso,      le comía medía carga.
Estando en estas razones      el su padre que asomaba.
Donde pon la yegua el pie,      pon el caballo la pata.

                                            g) 8
— Poco a poco, caballero,      no sé si comprendería:
maldición me echó mi madre,      de pequeñita, muy niña,
que el hombre con quien hablase     malato se volvería,
la hierba donde pisase      al punto se secaría,
caballo donde montase     al punto reventaría.
—Apéese, la señora,      que el caballo tiene estima.
Se ha apeado la señora      y ha terciado la mantilla;
si mucho corría el caballo,      tanto o más corría la niña.
Al entrar en la ciudad,      la niña se sonreía.
—[¿De qué se ríe, la señora,]      de qué se ríe, la niñα?
—Me rίο que a un caballero      le ha engañado una niña.
—Vuelvan los mis pies atrás,      mí espada queda perdida.

                                          h) 9
Y al llegar a Sansueña      los moros en misa están,
Ábreme la puerta, moro,      que vengo de alta mar,
tanto oro y plata traigo,      cuenta no te puedo dar.
El moro, por la codicia,      las abrió de par en par.
Al tenerlas abiertas,      ya las quería cerrar:
— ¡Fuera, fuera, cristianillo,      que aquí no debías de entrar,
que en el modo ’e caminar      me pa’eces a don Roldán!
—¿Dónde están las damas,      moro, que el perro solía holgar?
—Toditas aquí están, señor,            ............................,
al no ser Melisendra,      que la van a encοronar
reina de siete reinos      por la noche de San Juan.
— Acompáñame, buen moro,      donde Melisendra está.
—¿De qué tierra, el caballero,     de qué tierra y qué lugar?
— Soy de Francia, la señora,      soy de Francia natural.
— Εntoés usted que es de Francia       ............................
conocerá a Gaiférez      y también a don Roldán.
— Sí, yo conozco a Gaiférez      y también a don Roldán.
— ¿(Usted) me quié llevar una carta     pa mi primo don Roldán?
— Escríbala, señora, escríbala,      que usted la irá a llevar.

                                       i) 10
Ábreme, el portalero,      vos diré lo que yo vía:
Yo estando un hombre probe,     fui a pescar mi probería,
vide venir tres a caballo      haciendo gran polvorina;
un bulto llevaban n’el hombro     que de negro parecía,
el bulto cayó al río,      el río se estremecía.
Acogí la red al barco      y a la mi casa me ía,
topé ventanas cerradas      y puertas que no se abrían.

                                         j) 11
Ha cogido los cuchillos       y a afilarlos ha marchado,
a la orillita de un río,     a la orillita de un lago;
después que los afiló,      a su querido ha llamado:
— Ven acá tú, hijo mío,      ven acá tú, hijo amado,
vamos allá a aquel monte,      a aquel monte tan despoblado.
Cuando iban el monte arriba,      el niño se iba cansando.

       Basta, creo, la lectura de estos pasajes varios para comprobar la completa unidad estilística alcanzada por el «Romancero tradicional moderno», cualquiera que sea la procedencia de su material literario.
A veces, incluso romances de origen letrado mucho más tardío llegan a adquirir el mismo lenguaje poético al entrar en la tradición.

      Por ejemplo, cuando cantores modernos describen la llegada de un mensajero portador de malas noticias diciendo 12

Estábase y Juan Αndalico      en una fresca mañana,
tomando del viento fresco,       mirando correr el agua,
vido a morito y a mora       tañer y bailar la alamba,
vido a morito a caballo       armando grande guitarra,
feridas trae de muerte,       que de vida no son dadas;
fuese al mirador derecho       donde el rey Chiquito estaba.
El buen rey leyó el billete,      de sospiros no cesaba:
—¿Ande estás, alhaja mía,       ande estás, mi linda alhaja?
¿si estás muerta o estás viva       o te tengo cautivada?
Si te cativaron moros,      te me llevarán la fama;
si te cativaron cristianos,       te me volverán cristiana;
si te cativaron judíos,       te me tendrán por esclava.
El que me la traiga viva       muchas doblas yo le daba,
le regaré sus caminos      de aljófar y de esmeralda...,

apenas podemos detectar en los versos de que se compone la escena restos del lenguaje poético que caracterizaba al romance «nuevo», publicado en 1581 por Lucas Rodríguez, de donde procede, a pesar de la notoria fidelidad con que el texto tradícional resume el escenario y el imprevisto suceso:

Con los francos Vencerrajes      el rey Chico de Granada
estando en Generalife      una muy fresca mañana
gozando del fresco viento       y viendo correr el agua,
mirando está sus frutales,      sus verdes hojas y plantas,
oyendo a los ruiseñores       su música concertada,
viendo a los moros y moras      tañer y bailar la zambra;
los moros enamorados       a sus moras dan guirnaldas,
y quando aquestos plazeres      a todos más gustos davan,
por una verde espessura       de arboledas, bien plantadas,
vido un moro de a cavallo      haziendo gran algazara,
con vestido turquesado       y almalafa plateada,
el alfange trae desnudo,       la barva toda messada,
con el tocado deshecho       y sin lança y sin adarga;
suspirando viene el moro      que se le arrancava el alma,
heridas traje de muerte      y la cara ensangrentada...

      La creatividad tradicionalizadora se manifiesta tanto en lo que se omite, como en lo retenido, como en lo que se añade. A este respecto, baste comparar la lamentación del rey en el texto tradicional, arriba citada, con la primigenia:

   — No lo he por Antequera,      aunque aya sidο ganada;
pésame que me han robado      divinas joyas del alma.
¡Vindaraja, amiga mía,       o mi linda Vindaraja!
¿si estás muerta o si estás viva       o si estás aprisionada?
y si estás entre christianos,       no te me buelvas christiana,
que este captívo que tienes       trocara por ti el Alhambra.

      No menos notable es la adaptación, que a veces se produce, de romances vulgares «de sucesos» al arte dramático propio del «Romancero tradicional». Sirva de ejemplo la transformación sufrida por la escena del fratricidio e incesto de doña Ángela de Padilla publicada en la Flor de varios romances nuevos del bachiller Pedrο de Moncayo, 1591,

Dándole muy dulces besos      con ansias muy encendidas,
despierta su amor don Diego,       que en dulce sueño dormía.
Pensó que era su muger,      otorgó lo que pedía.
Desque ya apagó sus llamas      y endemoniada porfía,
muy agena de sí misma      de la cama se salía.
Desque despertó don Diego      y no halló a doña Argentina,
búscala por el palacio       muy ageno de alegría
y hallóla que estava muerta      cubierta en una cortina.
Y a las voces de don Diego      entrado avía la justicia...

en la tradición moderna 13:

Dándole besos y abrazos      don Diego recordaría;
pensando que era su esposa,      cumplióla lo que quería.
Doña Anjivar se levanta       dos horas antes del día;
a eso de la media noche      el conde recordaría,
halló su cama enramada      de rosas y clavellinas.
— iAcudid, mis caballeros,      con una vela encendida,
después de siete años casados      donzella la hallaría!
Fuese a buscar y hallóla      tendida tras la cortina.
A los gritos que da el conde       la justicia acudiría...

o la recreación, a base de motivos y expresiones propios del lenguaje narrativo tradicional, de la escena en que el marido celoso regresa a su casa de improviso en Los presagios del labrador. El relato publicado en el siglo XVII contaba simplemente:

...y el corazón le decía:      «Vete a tu casa y no duermas».
Tomó el camino en la mano      y hacia su casa se fuera.
Halló la puerta cerrada      un agujero y entra.
Halló un candil encendido      que toda la casa enseña.
Enderezó hacia su cama      y vido que estaba en ella
un hombre largo y tendido,       duerme y ronca a pierna suelta..;

la tradición moderna, de la que escojo una versión a voleo 14, la vivifica de acuerdo con su estética:

«... el corazón le decía:      —Vete a tu casa y no vuelvas,
que tienes una mujer       que te hace dοs mil ofensas.
— ¿Cómo podía ser eso,       siendo mi mujer tan buena?
— Deja el caballo que corr      e, coge la mula que vuela,
ves dejando los caminos,       ves cogiendo las veredas.
Al entrar en la ciudad,       su casa está la primera;
todo lo halla cerrado,       lo que no se usaba en ella.
Con un puñal que traía       hizo un bujero en la puerta.
Primero mete los pies      por salvarse la cabeza,
y la mula, que no cupo,       atada a la reja queda,
como mula de doztor       que siempre queda a la puerta.
Se ha ido para la cocina,       por ver quién estaba en ella.
El gatito y la gatita       lamiéndose la cazuela.
Se marchó para la sala,       por ver quién estaba en ella.
Ha visto una bugía       luciendo sobre una mesa.
—¿Qué muertos hay en mi casa       que los alumbran con cera?
Se ha ido para la cama,      por ver quién estaba en ella.
El galán y la galana       durmiendo a pierna suelta... .

      Otro importante factor que contribuye a distanciar al «Romancero tradicional moderno» respecto al definido por las impresiones del siglo XVI es su mayor diversidad métrica. Los editores antiguos de romances sólo aceptaron el metro 8 + 8 en series monorrimas y, como excepción, los romancíllos en 6 + 6. La tradición oral no ha sido tan excluyente. Son bastante numerosos (sobre todo en la rama sefardí) los romances que utilizan estructuras más complejas, como el paralelismo estrófico que ilustra el ejemplo siguiente 15:

De condes y duques       que a ella la pedían
la ganó Mainés       a malas feridas.
De condes y duques       que a ella demandaban
la ganό Mainés      a malas lanzadas.
— Abréisme, mi madre,       puertas de palacio,
que nuera vos traigo       y yo mal quebrado.
Abréisme, mi madre,       mi madre garrida,
que nuera vos traigo       y yo malas feridas...,

paralelismo que puede simplificarse quedando como único resto de él una estructura con tendencia a los pareados. También se dan casos en que un mismo tema se canta en varias formas métricas: 6 + 6 y 8 + 8 (caso muy frecuente), o 6 + 6, 7 + 7 y 8 + 8 (ροr ejemplo, Santa Iria) o 8 + 5 y 8 + 8 (El marinero raptor), etc. Tales vacilaciones son prueba manifiesta de que el metro «romance» no puede ser considerado como condición sine qua nοn para que un texto tradicional forme parte del género. A la vez que por perduración de estructuras métricas antiguas, el Romancero oral moderno es más variado que el impreso en el siglo XVI debido a tendencias innovadoras. La aparición de pareados, más o menos continuados, en series originalmente monorrimas es fenómeno bastante común, sobre todo en Portugal, donde afecta a toda clase de romances, según ejemplifica el siguiente remate en Muerte del príncipe don Juan:

No dia de meu interro      veste-te de grande gala,
para que a gente te não chame      viúva sem ser casada;
se estiveres na janela      e o meu corpo ali passar,
retira-te lá para trás      que te não ouçam chorar 16

o en América, este comienzo del Bernal Francés:

— Abridme la puerta, Elena,     sin ninguna desconfianza,
que soy Fernando el Francés,     que ahorita llego de Francia.
— ¿Quién es ese caballero     que mis puertas mandó abrir?
Mis puertas se hallan cerradas;     muchacho, enciende el candil.
Al abrir la media puerta      se nos apaga el candil.
Se tomaron de la mano      y se fueron al jardín,
—¿Qué tenés, hombre, Benito,     que vienes tan enojado?
¿qué te andas creyendo tú      de chismes que te han contado? 17

      La conveniencia, si no necesidad, de estudiar de forma autónoma, en la sincronía de los siglos XIX y XX, el «Romancero tradicional moderno» y no ver en él, simplemente, una sobrevivencia anacrónica de una poesía perteneciente a otros  tiempos, ha dado lugar a que el «Romancero» reciba hoy creciente atención por parte de fοlkloristas, etnógrafos y sociólogos interesados en la cultura oral. La presión de sus puntos de vista ha afectado muy directamente a la investigación «de campo», introduciendo en las modernas colecciones regionales de romances una creciente indefinición de los límites del género. Dado que ni criterios de «origen», ni criterios «métricos» o formales son suficientes para delimitar el Romancero oral moderno, los investigadores de las culturas tradicionales tienden cada vez más a rechazar todo criterio excluyente que no esté refrendado por la opinión de los propios transmisores de tradición. Guiados por principios exclusivamente etnográficos, consideran que son indistinguibles entre sí los productos de la tradición oral y valoran como partes inseparables de la cultura local todos y cada uno de los textos que los miembros de una comunidad retienen en sus memorias. De ahí que, aceptada esa perspectiva, tan representativo de la tradición oral sea para ellos un texto aprendido de un ciego cantor, de una hoja volandera, de una publicación escolar de tiempos de la República, de un libro de texto de E.G.B., o un texto implantado por la labor cultural de Misiones Pedagógicas o por la actividad renacionalizadora de la Falange Femenina, como un texto procedente de la multisecular tradición cultural de la comarca. Y no hay manera de clasificar los materiales recogidos de la boca del pueblo sino por el contexto que justifica su canto o recitación.

      Ante tan absoluta indiscriminación genérica, no es de extrañar que los estudiosos de la literatura prefieran el fácil expediente de considerar todos esos materiales «folklóricos» como algo ajeno a sus intereses y se refugien de nuevo más y más en el estudio del Romancero impreso del siglo XVI como única documentación digna de un estudio literario.

      Creo, sin embargo, que el estudio autónomo del «Romancero tradicional moderno» no supone que tengamos que adoptar como punto de vista dominante el de los folkloristas, etnólogos o antropólogos. El «Romancero tradicional moderno» es parte irrenunciable de la literatura española, portuguesa, gallega y catalana, y sus textos, sus poemas, deben constituir el centro de interés de nuestras investigaciones, no el acto de realización pública de los mismos, ni el contexto sociológico que permite su vigencia, que justifica su actualidad. Los romances que nos conserva la tradición moderna son productos literarios que pueden y deben ser extraídos del conjunto de las tradiciones poéticas (y no poéticas) de las comunidades que los usan y estudiados independientemente como creaciones inscritas en un determinado género literario, cuya poética merece un examen detenido. Su singularidad respecto a la literatura no tradicional no consiste en no ser literarios, en carecer de artificio, sino en el hecho de que su carácter de textos memorizados los hace abiertos en sus significantes y no simplemente abiertos en sus significados como son los poemas de cuya conservación en el tiempo se encarga la escritura. Frente a los productos literarios almacenados en bibliotecas, los productos literarios almacenados en la memoria colectiva se actualizan continuadamente para seguir siendo aceptables por las nuevas generaciones de auditores.

      Hemos de reconocer que el estudio autónomo del «Romancero tradicional moderno», que propugnamos, tiene entre sus peores enemigos a los propios investigadores de la tradición oral. No sólo debido a los intereses extraliterarios de los folkloristas y antropólogos, sino también a causa de los principios y métodos que han gobernado la recolección como herencia de la visión pancrónica (cuando no arqueológica) del Romancero propia de los filólogos, pese a que éstos hayan (o hayamos) sido los investigadores más interesados en recobrar el Romancero para el campo de la literatura.

      En efecto, la tradición filológica ha impuesto a los romanceristas «de campo» el criterio (sin duda acertado desde su especial punto de vista) de que todo fragmento, toda información es importante. Pero este criterio ha contribuido a que, en las encuestas, se intente extraer migajas de información textual a sujetos «informantes» que no son y nunca han sido (incluso a ojos de ellos mismos) portadores ni transmisores del acervo romancístico de la comunidad; y, lo que es peor, ha inducido a los editores de corpora tradicionales a incluir en sus publicaciones esos fragmentos como «reliquias» de tradición, falseando gravísimamente la realidad del proceso de transmisión de los romances, al mismo tiempo que la imagen de lo que es y no es una manifestación oral de un poema. A nadie en una comunidad que no sepa un romance «completo» se le ocurrirá cantarlo o contarlo, ni en público ni en privado, salvo presionado en una situación de encuesta por «investigadores» foráneos.

      Más importante aún que la distinción entre qué es y qué no es una versión o manifestación de un romance, resulta, sin duda, para el estudio del género, la decisión de qué es y qué no es un romance, y la de si es preciso establecer subgéneros dentro del género.

      La necesidad de plantear el problema de los límites del «Romancero tradicional moderno» me parece ineludible, si queremos salvar sus producciones para la Literatura.

      En vista de ello voy a sugerir algunos principios que me parecen pertinentes para la identificación de los géneros literarios contiguos, con quienes el nuestro no debe confundirse. Los criterios que propongo para acotar el género «Romancero tradicional moderno» son de carácter diverso:

      a. Criterio de «tradicionalidad».

      Es, sin duda, el más importante. El mero hecho de que un texto, incluso en metro de romance, se divulgue «de boca en boca» entre sujetos pertenecientes a comunidades, rurales o urbanas, portadoras de cultura «tradicional» no supone que ese texto se haya «tradicionalizado». Sólo debemos considerar «tradicionales» aquellos textos que, al ser memorizados por sucesivas generaciones de transmisores de cultura «tradicional» se han ido adecuando al lenguaje y a la poética (o retórica, si se prefiere) de la poesía tradicional, modificando, mediante variantes, el léxico y la sintaxis, la métrica, el lenguaje figurativo, la estructura narrativa y la ideología del poema heredado. Aunque el poema nos sea dicho (o incluso cantado) por un informante analfabeto, si su texto procede de un libro, de un pliego de cordel, de una hoja volandera o de una emisión radiofónica y no está alterado creativamente por el juego de las variantes, no es un romance «tradicional», por más que se halle acortado, en virtud de olvidos de la memoria, o deformado, por incomprensión de su léxico o sintaxis de origen culto o «semiculto».

     En las memorias privilegiadas de los portadores de tradición conviven frecuentemente, junto a los romances patrimoniales, poemas de procedencia «letrada», que nuestros informantes han adquirido por haberlos oído leer o recitar (o incluso cantar); pero el hecho de que hayan sido recibidos por vía auditiva no supone que esos textos participen de las propiedades de la poesía «oral». Tanto da que tengan su origen en la literatura «plebeya»:

En el valle de la Almena        se celebra una función
en una ermita que llaman     de La Esperanza de Dios.
El día quince de Abril,      con muy grande devoción,
el señor Fernando Sánchez      con la esposa de su amor,
llevando a su hija Gertrudis     y a su hijo Ramón,
la niña tiene tres años     y es más bonita que un sol.
Cuando salieron de misa,      después de la procesión,
Ramón, como mayorcito,      de la niña se encargó.
y a las cuatro de la tarde,      sin saber por qué ocasión,
empezó a correrla gente,     huyendo sin detención 18

o en la, más antígua, de los «pliegos de cordel»:

En una encumbra de flores      cercada de hermosas plantas
a donde las avecillas      tienen sus pintadas alas
con su mosecu y alegran     y al Rey del Cielo dan gracias,
estando un día sentado     cansado de andar de caza
arrimado a un duro tronco     cavilando cosas varias,
estuve atento escuchando      por ver sí es persona humana
y atento que así decía      estas siguientes palabras:
— Adiós, alevoso amante,      que aquí me dejas sin causa ...19

o incluso en los pliegos sueltos del siglo XVI, ininterrumpidamente impresos hasta principios de este siglo:

Retirada está la infanta      bien así como solía
viviendo muy descontenta      de la vida que tenía
viendo que se le pasaba       toda la flor de su vida
y que el rey no la casaba     ní tal cuidado tenía,
entre si estaba pensando      a quien se descubriría
y acordó llamar al rey,      como siempre hacer solía ...20

      Su alienidad respecto al género «Romancero tradicional moderno» se basa en que el texto permanece fiel al recibido del modelo memorizado, sin que la intertextualidad interfiera de forma creativa en el proceso de adquisición del texto.

      La importancia de este criterio de exclusión estriba en que los romances de «pliego de cordel», «de ciego», «de sucesos» han llegado a veces, como ya apuntábamos más arriba, a transmitirse de memoria en memoria y, de resultas de ello, a estar sujetos a los procesos de reelaboración propios de la poesía oral. Las versiones que se han generado mediante esos procesos, aunque todavía retengan modos de expresión heredados de su origen letrado (en convivencia con los modos de expresión adaptados al lenguaje del Romancero tradicional), pueden considerarse ya parte de nuestro género, o al menos parte de un sub-género de nuestro género. Pero la tradicionalización de algunos de los romances «de ciego», de «sucesos», no supone que haya que dar entrada en el «Romancero tradicional moderno» a todo pliego de cordel recordado oralmente por un sujeto rural.

      b. Criterio de modalidad del relato.

      Los relatos no tradicionalizados de ciego, que utilizan como forma métrica bien el romance, bien la copla, son, a la vez, un buen ejemplo de cómo no basta el carácter narrativo de un relato para que un texto ofrezca similitudes con el «Romancero tradicional». Mientras los romances tradicionales muestran o presentan la acción dramáticamente, como ocurriendo nuevamente ante la vista del auditorio, los romances de ciego refieren los hechos informando de lo pasado mediante puras relaciones. Sirvan de contraste estos dos pasajes que a continuación cito en que se relata un proceso de enamoramiento.
     
      En un romance tradicional (Galiarda y Florencios) 21.

Entran condes, salgan condes      a oír la misa de gallo;
entró el Conde de Verbena       con un niño por la mano.
Cada cual tomó su asiento      según eran sus estados;
el niño, por más pequeño,      tomó el asiento más bajo.
Galiarda, [que] allí estaba,       del niño se ha enamorado
y le ha hecho una señita       con el guante de su mano.
— ¿Qué me quieres, Galiarda?,       que aquí estoy a tu mandato.
— Que me lleves, niño conde,      a mi casa por la mano.

      Εn un romance de ciego 22:

En la casa de sus padres,       con el recato debido,
se crió, y apenas tuvo      los quince abriles cumplidos,
cuando amor tiró una flecha,      quedando herida del tiro
(que la mujer que es hermosa       trae la desgracia consigo,
pues bastó llamarse Rosa,       que pocas rosas he visto,
que no mueran deshojadas       a manos del precipicio).
La causa fue un caballero,       don Jacinto del Castillo,
tan galán como bizarro,       valiente como entendido.
Éste dio en galantearla      con fiestas y regocijos.
La dama le corresponde      con amorosos cariños,
que enamorada y rendida       estaba de don Jacinto,
y con palabra de esposa      a su amante satisfizo.
Todas las noches se hablan       por un balcón, que testigo
era de sus muchas penas,      y, como amantes tan finos,
descansa el uno con otro      repitiendo mil cariños ...

     La importancia para la delimitación genérica de la modalidad narrativa empleada me parece evidente.

      De ahí que el romance tradicional y el corrido mexicano no sean un mismo género, aunque uno y otro sean narraciones y estén sujetos a variación en el curso de su transmisión de memoria en memoria. Los corridos mexicanos, de forma similar a sus antecesores los corridos o romances «de sucesos», que tanta difusión alcanzaron en la Península en los siglos XVII y XVIII gracias a la venta de pliegos de cordel por los ciegos, utilizan modalidades de relato en que el poeta narra lo ocurrido sin hacerlo miméticamente presente ante el auditorio. La mayor expresividad del corrido mexicano depende, no de una exposición mostrativa, visualizadora de la acción en progreso, sino de una actitud ante los hechos, conductas y palabras recordados que los levanta a un plano modélico, considerándolos dignos de pasar ala historia y de ser imitados por su valor paradigmático 23 :

En mil novecientos veinte,      señores, tengan presente,
fusilaron en Chihuahua       a un general muy valiente.
De artillero comenzó      su carrera militar,
en poco tiempo llegó       a ser un gran general.
En la estación de La Mora       le tocó la mala suerte,
lo agarraron prisionero,      lo sentenciaron a muerte.
Ángeles mandó un escrito        al Congreso de la Unión:
— Si he de ser yo fusilado      me encuentro a disposición.
Angeles era muy hombre,      tenía un valor verdadero;
mejor deseaba la muerte      que encontrarse prisionero.
El reloj marca las horas,      se acerca la ejecución:
— Preparen muy bien sus armas       y apúntenme al corazón,
apúntenme al corazón,     no me demuestren tristeza
que a los hombres como yo      no se les da en la cabeza.
—Ya con esta me despido       en la sombra de un granado
así terminó la vida       de un general afamado.

      c. Criterio de funcionalidad.

      El romance tradicional es una historia narrada. Lo que en él se cuenta, por muy particular o muy atemporal que pueda ser, es siempre presentado como un fragmento de realidad y, en vista de ello, digno de ser considerado como «ejemplo de vida». La historia o escena que en el poema se revive goza de autonomía significativa y, salvo en los márgenes exteriores al relato (exordio, post scriptum), en que el narrador generaliza la enseñanza que de aquella historia particular puede extraerse, el suceso o sucesos que en ella se dramatizan mantienen su singularidad histórica, de forma que su interés permanente radica en la universalidad de lo individual.

       Por ello, si en una canción, la fábula no se desarrolla en forma de intriga verosímil o si queda reducida a un pretexto para el discurso emitido, que cumple otras funciones que las de contarnos una historia, el poema no es (o ha dejado de ser) parte del género «Romancero tradicional moderno».

       Así, por ejemplo, las canciones llamadas «despiques», tan comunes en la tradicíón portuguesa, no son romances, son remedos lúdicos de una costumbre (la batalla verbal entre hombres y mujeres que acompaña el proceso social del apareamiento) 24:

Entre silvas e silvinhas,       que promessas há-de haver;
menina que ’tais na fonte,      dai-me água, quero beber.
-Pelo copinho vidrado,      tocadinho do amor;
-por ditosa m’eu achara      dar ágυa a tal senhor.
-Aguas claras, corredias,      correm debaixo do chão;
-por ditoso m’eu chamara    em bebê-la da sua mão.
-Com licença dos senhοres     e da Senhora da Guia,
perguntai àquele mancebo     se νai para algũa romaria.
—A romaria que eu vou,     eu lo a digo na verdade,
vou é para passar tempo,      são coisas da mocidade.
— A cantiga está bem dita,      que vós, senhor, a dissestes;
o caminho está seguido,      tornai pοr onde viestes.
etc.

     Análoga alienidad a la función narrativa central del romancero tiene la simulación que, en el corro, hacen los niños y niñas de la ceremonia de Elección de novia, cantando en el juego:

De Francia vengo, señora,      de por hilo portugués,
en el camino me han dicho      «Qué lindas hijas tenéis.»
— Si las tengo o no las tengo,      para mí las guardaré,
con el pan que Dios me ha dado       me las puedo mantener.
-Yo me voy muy enojado      a los palacios del rey
-a contárselo a la reina,       a la reina Isabel.
Vuelva pa atrás, caballero,      no sea tan descortés
y de las hijas que tengo      escoja la más mujer.
— Ésta escojo por esposa,    ésta escojo por mujer,
que me ha parecido rosa    acabada de nacer.

       Las palabras de la canción son sólo un complemento de la acción «jugada» por los niños actores, acción que, considerada en conjunto, constituye un remedo de un acto genérico y no una representación dramática de un suceso particular al que se confiere un valor ejemplar para la vida. La liturgia del juego, incluidas sus palabras, son tradicionales: nos lo testimonian, diacrónicamente, varias obras dramáticas del siglo XVII y, sincrónicamente, las variantes con que el juego se documenta en territorios muy diversos del mundo hispano-hablante 25. Pero no por ello debemos considerar De Francia vengo, señora, o su paralelo portugués A Condessa de Aragão parte del «Romancero tradicional».

      Lo mismo puede decirse de otras canciones de niñas de origen lejano, como «A la verde verde, a la verde oliva», en que las referencias a la prisión de las «tres cautivas», a su encierro por la reina mora en una mazmorra, a sus oficios serviles, al encuentro de la menor con el buen viejo de su padre en la fuente fría y a la liberación de las tres niñas por el moro que las cautivó no constituyen sino el apoyo verbal de una pantomima y carecen de cualquier pretensión de ser los componentes de la narración de un hecho verosímil.

       La carencia, en determinados textos, de la función propiamente narrativa, que consideramos rasgo esencial de los romances, puede no ser en ellos primigenia. En determinados casos, el canto de romances tradicionales puede ritualizarse; si ello ocurre, el contexto folklórico en que se realiza el acto de emisión del texto (la «performance») se hace dominante respecto al contenido literario del mismo. Tenemos ejemplos varios en que un romance pasa a ser exclusivamente utilizado como «canto aguinaldero», como «mayo», como «canción de corro», como «endecha», como «ronda», como «canto de la desfloración», como «oración», etc. Aunque, inicialmente, esa función no necesite alterar el texto, es fácil que, a la larga, el romance llegue a adquirir propiedades estructurales que repugnan a su original función narrativa.

        He aquí cuatro ejemplos:

       a) de un romance (Muerte del Maestre de Santiago) convertido en canto aguinaldero 26:

Hoy es víspera de Reyes,    día muy asiñalado,
mañana su santo día,    la primer fiesta del año,
cuando damas y doncellas    al rey piden aguinaldo;
nosotras también venimos,    como ouvejas de este bando,
no pedimos campanillas    ni de oro ni de damasco,
que le pedimos dotrina    a nuestro pastor honrado,
si no es la doña Mariya    que se lo pidió dobrado,
que le pidió la cabeza    del maestro de Santiago...

       b) de un romance (La infantina) convertido en ronda 27:

La mañana de San Juan,    tres horas antes del día,
me salí yo a pasear    por una arbolera arriba.
En medio de la arbolera    un rico ciprés había,
el tronco tiene de oro,    la rama de plata fina,
y en la más altita rama    sentada estaba una niña,
mata de cabellos tiene     que todo el ciprés cubría,
con peine de oro en sus manos    que peinárselos quería.
Cada peinada que daba,     granitos de oro caía,
y entre peinada y peinada     la dama queda adormida.
Baja un reiseñor del cíelo     con un cantor que él tenía,
con las alas le dispierta,    con el pipo le decía:
—Una dama como vos     no debe ser adormida.
Con esto quédate adiós,    claro lucero del día,
con esto quédate adiós    y hasta que vuelva otro día.

     c) de un romance (Por aquel postigo viejo, a lo divino) hecho oración 28:

Por aquel postigo abierto    que nunca le vi cerrado
por allí pasó la Virgen    vestida de negro y blanco,
el vestido que llevaba    nunca se lo vi manchado,
se lo manchó Jesu Cristo    con la sangre del costado.
Caminemos, hijo mío,    caminemos al Calvario,
cuando nosotros lleguem   os ya le habrán crucificado;
ya le clavaron sus pies,    ya le clavaron sus manos,
ya le dieron la punzada    en su divino costado.
La sangre que derramó     cayó en un cáliz sagrado,
y aquel que la recogiese    será un bienaventurado:
en este mundo será rey    y en el otro coronado.

   d) de un romance (Gerineldo) transformado en canto de desfloración gitano 29:

—Gerineldo, Gerineldo,    Gerineldito pulido,
¡quién te tuviera una noche    tres horitas a mi servicio!
—Guarda lo que es bueno,     te acompañará,
que, si no lo guardas,    sola te verás.

      Si, al tratar del criterio de tradicionalidad o de modalidad narrativa, teníamos que tener presente la posibilidad de la conversión de un «no-romance tradicional» en «romance tradicional», en este otro caso se nos plantea la posibilidad de la transformación de un «romance tradicional» en un «no-romance tradicional».

       En fin
.

      Las anteriores consideraciones representan un intento de delimitar un género de la literatura espαñola que, a pesar de la abundante bibliografía con él relacionada, no ha sido valorado como tal y permanece aún excluido del campo de estudios literarios.

      Mi propósito en los trabajos reunidos en la presente publicación es, precisamente, acotarlo y rescatarlo para ese campo de estudios, haciéndolo objeto de atención autónomo, libre de las vinculaciones a intereses varios que han ocultado su ser.

Diego Catalán: "Arte poética del romancero oral. Los textos abiertos de creación colectiva"

OTAS

1.   Siguiendo el orden en que van citadas, los fragmentos tradicionales tienen las siguientes procedencias: «Esta noche», San Martín de Castañeda (Sanabria, Zamora): una mujer coja, col. D. Catalán, A. Galmés y W. Alonso, 1949 (cfr. D. Catalán, Por campos, pp. 39-40); «Amores», Cabornera (León), Anastasio Fernández, 80 a., col. D. Catalán, T. Catarella, F. Salazar y J. Yokoyama, 1977 (publ. en AIER, 1, pp. 291-292); «Advierte», Homicián (Punta del Hidalgo, Tenerife), Escolástica Suárez Suá­rez, 85 a., col. F. García Fajardo, 1933-34 (cfr. D. Catalán, Por campos, p. 173); «Deprisa pide», Uzna­yo (Polaciones, Cantabria), Mariuca, c. 80 a., col. D. Catalán y A. Galmés, 1948 (cfr. D. Catalán, .Siete siglos, pp. 106-107); «El Cid», Triana (Sevilla), Juan José Niño, gitano, y una gitana joven, col. M. Manrique de Lara, 1916 (cfr. D. Catalán, Siete siglos, pp. 167-169); «Otros tantos», Nuez (Zamo­ra), Rosa Fernández, col. D. Catalán y A. Galmés, 1948 (cfr. D. Catalán, Siete siglos, pp. 136-137); «Poco a poco», Aliseda de Tormes (Ávila), Bonifacia Aliseda Flor, 79 a., col. María Luisa Sánchez Robledo, 1944; «Y al llegar», Trascastro (León), David Ramón, 69 a., col. D. Catalán y J. A. Cid, 1977 (publ. en Romancero General de León. Antología 1899-1989, ed. D. Catalán y M. de la Campa, Ma­drid: Seminario Menéndez Pidal y Diputación Provincial de León, 1991; 2ª ed. Madrid: Fundación R. Menéndez Pidal y Diputación Provincial de León, 1995, pp. 82-84) (cfr. D. Catalán, en «El romancero de tradición oral en el último cuarto del siglo XX», El Romancero hoy: Nuevas fronteras, ed. A. Sánchez Romeralo et al., Madrid: SMP, 1979, pp. 249-253); «Ábreme», Rodas (Grecia), Estrella Bohor Tarica, 23 a., col. M. Manrique de Lara, 1911; «Ha cogido», Herreruela (Palencia), Encarna­ción Cenera, col. D. Catalán, 1951 (cfr. D. Catalán, Por campos, pp. 56-57).

2   Yo me estava reposando    durmiendo como solía,
    recordé, triste, llorando    con gran pena que sentίa.
    Levante me muy sin tiento    de la cama en que dormía
    cercado de pensamiento    que valer no me podía.
    Mi passion era tan fuerte     que de mí yo no sabía
    conmigo estava la muerte     por tener me compañίa.
    Lo que más me fatigava    no era porque murίa
    mas era por que dexaνa    de servir a quien servía.
    Servía yo a vna señora     que más que a mí la quería
    y ella fue la causadora    de mí mal sin mejoría.
    La media noche passada,    ya que era cerca del día
    salime de mi posada    por ver si descansaría;
    fuy para donde morava    aquella que más quería
    por quien yo, triste, penava,    mas ella no parecía.
    Andando todo turbado    con las ansias que tenía
    vi venir a mi Cuidado    dando bozes, y dezίa:
    — Si dormís, linda señora,    recordad, por cortesía,
    pues que fuestes causadora    de la desventura mía;
    remediad mi gran tristura,     satisfaced mí porfía
    porque, si falta ventura,    del todo me perdería.
    Y con mis ojos llorosos     vn triste llantο hazía,
    con suspiros congoxosos,    y nadie no parecía.
             Juan del Enzina, Cancionero, Salamanca, 1496.

3   Media noche era por filo,    los gallos querían cantar,
     conde Claros, con amores,    no podía reposar,
     dando muy grandes supiros    que el amor le hazía dar,
     que el amor de Claraniña    no le dexa sossegar.
     Qvando vino la mañana,    que quería alborear,
     salto diera de la cama,    que parece vn gavilán,
     bozes da pοr el palacio    y empeçara de llamar
     —¡Leuanta, mi camarero,    dame vestir y calçar!
     Presto estaua el camarero    para auerselo de dar:
     diérale calças de grana,    borzeguis de cordouán,
     diérale jubón de seda    aforrado en zarahán,
     diérale vn manto rico    que no se puede apreciar,
     trezientas piedras preciosas     al derredor del collar.
     Traele vn rico cauallo que    en la corte no ay su par,
     que la silla con el freno    bien valía vna ciudad,
     con trezientos cascaueles    al rededor del petral,
     los ciento eran de oro    e los ciento de metal,
     e los ciento son de plata    por los sones concordar.
     E vase para el palacio,    para el palacio real,
     a la infanta Claraniña    allí la fuera a hallar,
     trezientas damas con ella    que la van acompañar;
     tan linda va Claraniña    que a todos haze penar.
     Conde Claros, que la vido,    luego va descaualgar,
     las rodillas por el suelo    le començó de hablar:
     — Mantenga Dios a tu alteza.    —Conde Claros, bien vengáys.
     Las palabras que prosigue    eran para enamorar:
     — Conde Claros, conde Claros,    el señor de Montaluán,
     ¡cómo aueys hermoso cuerpo    para con moros lidiar!
     Respondiera el conde Claros,    tal respuesta le fue a dar:
     — Mi cuerpo tengo, señora,    para con damas holgar,
     — si yo’s tuuiesse esta noche,    señora, a mi mandar,
     otro dίa en la mañana    con cient moros pelear,
     si a todos no los venciesse    que me mandasse matar.
     — Calledes, conde, calledes,    e no os queráys alabar,
     el que quiere seruir damas    así lo suele hablar
     y al entrar en las batallas    bien se saben escusar.
     — Si no lo creéys, señora,    por las obras se verá.
     Siete años son passados    que os empecé de amar,
     que de noche yo no duermo    ni de día puedo holgar
     — Siempre os preciastes, conde,    de las damas os burlar,
     mas dexáme yr a los baños,    a los baños a bañar,
     quando yo sea bañada,    estoy a vuestro mandar.
     Respondiérale el buen conde,    tal respuesta le fue a dar:
     — Bien sabedes vos, señora,    que soy caçador real,
     caça que tengo en la mano    nunca la puedo dexar.
     Tomárala por la mano,    para vn vergel se van,
     a la sombra de vn aciprés    debaxo de vn rosal
     de la cintura arriba    tan dulces besos se dan,
     de la cintura abaxo    como hombre y muger se han.
              
Cancionero de romances, Anvers: Martín Nudo, sin año Ic. 1548].

4   Alterada está Castilla    por vn caso desastrado,
     que el conde don Pero Vélez    en palacio fue hallado
     con vna prima carnal    del rey Sancho el desseado
     las calças a la rodilla    y el jubón desabrochado,
     la Infanta estua en camisa,    echada sobre vn estrado,
     casi medio destocada,     con el rostro desmayado.
     De modo, que estava el Rey    suspenso y muy alterado;
     en fin, por darle castigo,     a muerte le ha condenado.
     Los Grandes piden que cesse     el juyzio acelerado.
     El caso pide castigo;    no lo permite el estado,
     porque era el conde en Castilla     gran señor y emparentado.
               Rosa gentil, Valencia: Joan de Tímoneda, 1573.

5    Apriessa pide las armas     y en un punto fue armado,
     por delante el corredor    va arremetiendo el cauallo;
     con la gran fuerça que puso    la sangre le ha rebentado.
     Gran lástima le han las damas    en velle que va tan flaco;
     rueganle todos que buelva,    mas el no quiere aceptarlo.
                 Pliego suelto gótico: Romance glosado por Padilla.

6    El buen Cid no está tan lexos     que todo bien lo escuchaua:
     — Venid vos acá, mi hija,    mi hija doña Urraca,
     dexad las ropas continas    y vestid ropas de Pascua,
     aquel moro hi de perro    detenémelo en palabras
     mientra yo ensillo a Bauieca    y me ciño la mi espada.
     La donzella, muy hermosa,    se paró a una ventana.
                Romance «el más viejo que oy» glosado por Francisco de Lora,
                pliego suelto gótico (Burgos: Juan de Junta)

7  Otros tantos ha, señora,    que os tengo dentro en mi alma.
    Ellos estando en aquesto,    el buen Cid que assomaua.
    — ¡Adios, adios, mi señora,    la mi linda enamorada,
    que del cauallo Bauieca    yo bien oygo la patada!
    Do la yegua pone el pie,     Bauieca pone la pata.
             Romance «el mas viejo que oy» glosado por Francisco de Lora,
             pliego suelto gótico [Burgos, Juan de Junta].

8  La niña, desque lo oyera,    díxole con osadía:
    —Tate, tate, cauallero,    no hagáys tal villanía,
    —hija soy de un malato    y de vna malatía,
    el hombre que a mi Ilegasse    malato se tomaría.
    El cauallero, con temor,    palabra no respondía.
    A la entrada de París,    la niña se sonrreya.
    —¿De qué vos reys, señora,    de que vos reys, mi vida?
    — Rίome del cauallero    y de su gran couardía,
    tener la niña en el campo y catarle cortesía.
    Cauallero, con vergüença,    estas palabras dezía:
    — Buelta, buelta, mi señora,    que vna cosa se me oluida.
              Cancionero de romances, Anvers: Martín Nucio, sίn año [c. 1548]

9      Dando estas bozes y otras     a Sansueña fue a llegar,
      viernes era aquel día     los moros hazen solenidad,
      el rey Almançor va a la mezquita    para la çala rezar,
      con todos sus caualleros    quantos el pudo lleuar.
      Quando allegó Gayferos    a Sansueña essa ciudad,
      miraua si vería alguno    a quien pudiesse demandar.
     Vido vn catiuo christiano    que andaua por los adarues;
     desque lo vido Gayferos,    empeçóle de hablar:
     — Dios te salue, el christiano,    y te torne en libertad,
     nueuas que pedir te quiero    no me las quieras negar,
     tú que andas con los moros    si les oyste hablar
     si ay aquí alguna christiana     que sea de alto linaje.
     El captiuo, que lo oyera,     empeçara de llorar:
     —Tantos tengo de mis duelos     que de otros no puedo curar,
     que todo el día los cauallos     del rey me hazen pensar
     y de noche en honda sima     me hazen aprisionar.
     Bien sé que ay muchas cativas     christianas de gran linaje,
     especialmente vna que     es de Francia natural,
     el rey Almançor la trata     como a su hija carnal,
     sé que muchos reyes moros     con ella quieren casar,
     por esso yd, cauallero,     por essa calle adelante
     ver las eys a las ventanas    del gran palacio reale.
     Derecho se va a la plaça,     a la plaça la más grande,
     allí estauan los palacios     donde el rey solía estar,
     alço los ojos en alto     por los palacios mirar,
     vido estar a Melisendra     en vna ventana grande
     con otras damas christianas     que están en captiuidad.
     Melisendra, que lo vido,     emρeçara de llorar,
     no porque lo conociesse    en el gesto ni en el traje,
     mas, en verlo con armas blancas,     recordóse de los doze pares,
     recordóse de los palacios     del emperador su padre,
     de justas, galas, torneos     que por ella solían armar.
     Con ’na bοz triste, llorosa,     le empeçara de llamar:
     — Por Dios os ruego, caballero,    que a mí vos queráys llegar,
     si soys christiano o moro    no me lo queráys negar,
     dar vos he vnas encomiendas,    bien pagadas vos serán,
     cauallero, si a Francia ydes,    por Gayferos preguntad,
     dezilde que la su esposa    se le embía a encomendar,
     que ya me parece tiempo    que la deuía sacar,
     si no me dexa con miedo    de con los moros pelear,
     deue tener otras amores    de mí no lo dexan recordar,
     los ausentes por los presentes    ligeros son de oluidar;
     aún le diréys, cauallero,    por darle mayor señal,
     que sus justas y torneos     bien las supimos acá.
     Y si estas encomiendas    no recibe con solaz,
     dar las eys a Oliveros,    dar las eys a don Roldán,
     dar las eys a mi señοr    el emperador mi padre.
     Diréys cómo esto en Sansueña,    en Sansueña essa ciudad,
     que, si presto no me sacan,    mora me quieren tornar,
     casar me han con el rey moro    que está allende la mar,
     de siete reyes de moros     reyna me hazen coronar,
     según los reyes que me traen,    mora me harán tornar,
     mas amores de Gayferos    nο los puedo yo olvidar.
     Gayferos, que esto oyera,    tal respuesta le fue a dar:
     — No lloréys vos, mi señora,    no queráys assí llorar,
     porque estas encomiendas,     vos mesma las podéys dar.
            Cancionero de romances, Anvers: Martín Nucio, sin año [c.1548]

 10  Por ay viniera vn barquero,     que venía ribera arriba,
      besó las manos al Paρa    e los pies con grande estima.
      Allí habló el Santo Padre,    bien oyréys lo que dezía:
      — En buena hora vengáys,    hombre, buena sea tu venida,
     ¿si me traes nueuas del Duque,     de mi hijo, el de Gandía?
     — Yo no traygo nueva cierta,     ni de cierto lo sabía,
     mas oy, estando esta noche,     señor, por ganar mi vida,
     oy un gran golρe en el río     que todo el río sumía
     quiçá, por el su pecado,     será el Duque de Gandía.
         Pliego suelto gótico del siglo XVI

11  Si se partiera Abraam,    patriarca muy honrrado,
     partiérase para el monte    donde Dios le hauía mandado
     sacrificar su propio hijo,    que Ysaac era llamado;
      toma el niño por la mano,    obediente a su mandado.
     Yua triste y pensatiuo    el buen viejo y lastimado,
      en pensar que ha de matar    al mismo que ha engendrado,
      y lo más que le lastima    es en verlo ya criado.
      Y con estos pensamientos    al pie del monte han llegado.
      Hizo el viejo vn haz de leña    y al niño se lo ha cargado;
      y subiendo por el monte    vua Ysaac muy fatigado.
               Segunda parte de la Silva de varios romances,

               Zaragoza: Estevan de Nagera, 1550

12  El rey Chico y la mora cautiva de Antequera. Versión de Tetuán, Majní Bensimbrá, 70 a. Col. Manuel Manrique de Lara, 1916.

13  Versión facticia representativa de la tradición judeo-española de Marruecos y Argel. Procedencia de los octosílabos: 1a,b Orán (hermanas Coriat), 2a,b-3a,b Tetuán (Simi Chocrón), 4a, b-5a, b-6a, b Tetuán (anón.), 7a Tánger (Messodi Azulai), 7b Tetuán (anón.), 8a,b Tánger (Estrella Bennaim), 9a Orán (hermanas Cοriat), 9b Tánger (anón.), 10a,b Orán (hermanas Coriat).

14  Las Navas del Marqués (Avila), Pascuala Pablo. Col. R. Menéndez Pidal, 9 de julio de 1905.

15  Tetuán (Marruecos), Majní Bensimbrá, 65 a. Col. M. Manrique de Lara, 1915.

16  Rebordãos (Bragança). Publicada en J. Leite de Vasconcellos, Romanceiro português, ed. L. F. Lindley Cintra, Manuel Viegas Guerreiro, et. al., Coimbra: Universidade, 1958, I, p. 20.

17  Coliblanco (Cartago, Costa Rica), Edgar Mora, 28 a. Col. M. S. de Cruz-Sáenz, 23 de agosto de 1973. Publicada en M. S. de Cruz-Sáenz, Romancero tradicional de Costa Rica, Newark, Del.: Juan de la Cuesta, 1986, pp. 14-15.

18  Agüimes (Gran Canaria), Conchita Armas. Col. Cristóbal Santana Rodríguez. Publicada en D. Catalán et al., La flor de la marañuela (1969), vol. II, pp. 247-248 (núm. 675).

19  Palleirós (Puebla de Trives, Ourense), Josefa HerveIla. Col. Alfonso Hervella.

20  La Madroñera (Cáceres), Asunción Gοnzalο, 40 a. Col. Bonifacio Gil, antes de 1930.

21  Aliseda (Cáceres) ,Valentina Zancada, 59 a. Col. Jesús Bal, 1931.

22  Don Jacιnto del Castillo y doña Leonor de la Rosa. Cfr. Bibl. Nacional, Madrid R-18956 y R-18957.

23  Fusilamiento del general Felipe Ángeles. Versión de Falcon Records FLP 4036 (1973), McAllen, Texas; arreglo de J. A. del Valle, interpretan Los Alegres de Terán. Véase E. Martínez López, «La va­riación en el corrido mexicano: Interlocuciones del narrador y los personajes», en El Romancero hoy: Poética, ed. D. Catalán et al., Madrid: Seminario Menéndez Pidal, 1979, pp. 65-120 (versión N, pp. 115-116).

24  Fajã dos Vimes (Ilha de S. Jorge, Açores), Maria Teresa Brites, 77 a. Col. Manuel da Costa Fontes, 2-VIII-1977. Publicada en M. da Costa Fontes, Romanceiro da Ilha de S. Jorge, «Fuentes para el estudio del Romancero. Serie Luso-brasileira», III, ed. D. Catalán, Coimbra: Seminario Menéndez Pidal, 1983, p. 171 (núm. 207).

25  Sobre el juego, véase F. A. Coelho, Jogos e rimas infantis, 2ª ed., Porto, 1919, pp. 66-70 (respec­to a PortugaΙ); B. Vigón, Juegos y rimas infantiles recogidos en los concejos de Villaviciosa, Colunga y Caravia, Villaviciosa, 1895, p. 75 (respecto a Asturias) y A. Pelegrín, «Juegos y poesía popular en la li­teratura infantil-juvenil, 1750-1987». Tesis doctoral. Universidad Complutense de Madrid, 1991-92, vol. II, pp. 163-168.

26  Tοmo el ejemplo de una versión recogida en Lober (Zamora), dicha por una mujer anciana de Astorga a Tomás Navarro Tomás en 1910,

27  Versión de Avena (Huesca), dicha por una mujer en Araguás a Tomás Navarro Tomás en 1910.

28 Utilizo como ejemplo una versión de Madrid, dicha por Amparito. Recogida por Ramón Me­néndez Pidal en 1904 ó 1905.

29 Versión de El Portal (Cádiz), Juan Valencia Peña (gitano), col. Luis Suárez Ávila, 1985.

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