I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (3)
c. Del Campeador al Mio Cid. Los nietos del Cid y la herencia cidiana
Como acabamos de ver, la admiración, entusiasta u hostil, suscitada en el Levante hispano y en al-Andalus por los «hechos» del Campeador o al- Kambiyaṭūr tuvieron como resultado que su persona, no siendo de linaje regio, fuera objeto de Historia, tanto en latín como en árabe. Pero la fama que estos textos escritos pudieran garantizarle no habría resistido el paso del tiempo, ya que todos ellos fueron quedando arrinconados: Del Carmen únicamente llegó a sobrevivir una copia incompleta del s. XIII, que quedó enterrada en el monasterio de Ripoll durante siglos; de la historia valenciana de Ibn ﺀAlqama sólo restan en árabe citas y resúmenes de algunos de sus pasajes aprovechados por historiadores tardíos de la España musulmana de cuyas obras con dificultad han llegado hasta nosotros manuscritos y no completos; en fin, la Historia Roderici fue desconocida por los grandes historiadores en latín del s. XIII. Por otra parte, las más antiguas historias oficiales del reino leonés-castellano, la Chronica Seminensis y Pelagius Ovetensis para nada mentaron el nombre de Rodrigo, y eso que Ruy Díaz era pariente de los condes de Oviedo (desde que casó con Ximena) y hasta asistió con Alfonso VI a la apertura del arca santa de las reliquias en San Salvador el 19 de julio de 1074, de cuyo contenido tanto partido sacó y tanto habló en sus escritos el obispo don Pelayo.
Si mio Cid Ruy Díaz de Vivar, el Campeador, es aún hoy de todos conocido ello se debió esencialmente a un juglar cedrero cantor de gestas en «romance», esto es, en la lengua vulgar, quien, a fin de «publicar» una gesta nueva, la de Mio Cid, aprovechó unas anunciadísimas bodas reales en León el 19 de junio de 1144 y sus tornabodas en Pamplona, para cantar oportunistamente el encumbramiento de la casa familiar de Rodrigo Díaz que esas bodas venían a confirmar 18.
Aquellas bodas, que sirvieron para datar numerosos diplomas contemporáneos, se celebraron con gran esplendor, según nos atestigua el minucioso relato de la pompa y de las fiestas y espectáculos populares con ese motivo organizados que se incluye en la Chronica Adefonsi Imperatoris. En ellas el Emperador casó a su hija la infantissa doña Urraca, habida en su muy amada concubina doña Gontroda, con el rey García Ramírez, el Restaurador del reino de Navarra, que venía a reconocerse su vasallo tras largos años de enfrentamiento guerrero, durante los cuales Alfonso VII, en unión del conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, rey consorte de Aragón y feudatario del Emperador como señor de Zaragoza, habían intentado hacer desaparecer el reino navarro. Don García, de estirpe regia pero bastarda 19, se preciaba de su linaje materno, cidiano, ya que su padre, Ramir Sánchez contrajo matrimonio en Valencia con Cristina Díaz (la doña Elvira del Mio Cid) 20, bien en vida de Rodrigo 21, bien cuando doña Ximena aún mantenía el señorío valenciano antes de tener que abandonarlo.
No cabe dudar de que es a este momento histórico de las bodas de 1144 al que se hace referencia en los versos finales de la gesta, cuando el poeta afirma ante su auditorio:
Oy los reyes d’España sos parientes son.
A todos alcança ondra por el que en buen ora nació,
después de haber coronado la historia de la reparación del honor de Rodrigo contando las «segundas» bodas de sus hijas, y hecho destacar con ese motivo:
¡Ved qual ondra crece al que en buen hora naçió,
quando señoras son sus fijas de Navarra e de Aragón!
Según apreciaciones del poeta, si al casar a sus hijas con personas de tan alta alcurnia, Rodrigo, un simple infanzón, creció en «honra», «hoy» (esto es en 1144) es la honra que él proyecta la que alcanza a todos los «naturales» de unos reyes que tienen el privilegio de haber entrado en parentesco con «el que en buen hora nació».
Este extraordinario papel que en el Mio Cid se asigna a Rodrigo, de ser dispensador de honra (por intermedio de su descendiente el rey navarro) sobre nada menos que la estirpe regia castellano-leonesa que encarna el emperador Alfonso VII, responde claramente a una concepción de la historia de España foránea respecto a la tradición historiográfica dominante en la cronística oficial de la monarquía leonesa o toledana, a una concepción que sólo pudo tener sus orígenes en escritores afines al reino restaurado de Navarra. Es la misma que volveremos a encontrar en una obra histórico-genealógica, el Libro de las generaciones o Liber regum, escrito en la Rioja navarra a fines del s. XII.
El juglar que acude en 1144 a ensalzar la casa del nieto navarro del Cid era, sin la menor duda, natural de San Esteban de Gormaz y paniaguado de los descendientes de Diego Téllez, un vasallo de Alvar Fañez que llegó a ser alcaide de Sepúlveda; su «navarrismo» ideológico y, según creo, lingüístico, nada tiene de extraño, dado que en tiempos de Alfonso I el Batallador las tierras del alto Duero fueron parte de la gran Navarra najerense (San Esteban, como Soria, aun eran gobernadas por un «tenente» navarro, Fortún López, en 1134, cuando Alfonso VII ya ocupaba Medinaceli) 22.
Su más notable aportación a la biografía de Rodrigo Díaz fue el recuperar para la Historia un aspecto esencial del personaje que los biografos latinos coetáneos trataron de ocultar (quizá con la complacencia del propio Campeador): su pertenencia, dentro de la clase noble, militar, a un «estado» relativamente bajo, al de los infanzones lugareños. Rodrigo Díaz no era, como afirma el Carmen, «nobiliori de genere ortus, / quod in Castella non est illo maius», ni, como lo presenta la Historia Roderici, «nobilisimi ac bellatoris viri prosapia». Según escenifica el Mio Cid, los grandes ricos-hombres de Castilla podían hacer befa de las posesiones y derechos de Rodrigo Díaz como hidalgo, diciéndole, según hace Asur Gonzalez, uno de los infantes de Carrión:
¡Fuesse a Río d’Ovirna los molinos picar
e prender maquilas, commo lo suele far!
Y el orgulloso conde de Barcelona podía, asimismo, denostarle, a él y a su criazón, echándoles en cara ser unos «malcalçados».
El poeta, lejos de considerar esa condición social una tacha, la convierte en título de honra y la razón de ser de toda su construcción literaria. El Mio Cid es, ante todo, una exposición mostrativa de que esa clase de caballeros que se ganan el pan y que también adquieren riquezas cada vez mayores mediante el arte militar y gracias al valor de su brazo, por el que corre destellando la sangre hasta el codo, son superiores en virtudes varoniles a unos grandes señores cortesanos y terratenientes, orgullosos de la sangre heredada, pero de costumbres muelles y viciosas, codiciosos y envidiosos de las riquezas muebles que se ganan con la acción, y, en consecuencia, son más merecedores de la estima regia que aquellos magnates cuya definición es la de ser, como del infante don Fernando dice el tartamudo Pero Vermúdez («Pero Mudo»), «lenguas sin manos». El Mio Cid es la defensa, que Rodrigo Díaz de Vivar encarna, del derecho, al cual aspira la clase social de los «caballeros pardos» de las villas y pueblos, a que se les reconozca paridad legal frente a los ricos-hombres de solares conocidos.
El rey don Alfonso poético aprende, en el curso del Mio Cid, a ser un «buen señor», dispensador de derecho. Ahora bien, está claro que para el poeta de 1144 esa equidad regia seguía siendo un hecho aún por ver en la realidad de la vida; de ahí el fondo libelístico que tiene el Mio Cid.
Menéndez Pidal insistió mucho en la «historicidad» de la vieja gesta, en las coincidencias de la figura poética del Cid y de muchos de los detalles de la exposición con «datos» extraíbles de otra documentación (baste citar como extremos el ardid que permite a Rodrigo destrozar el ejército almorávide en la batalla de El Cuarte y la creencia del Campeador en el valor agorero del vuelo de las aves). Y es evidente que el juglar alcanzó a tener noticia de unos tiempos históricos y de unos personajes que sólo una proximidad temporal pudo proporcionarle, pues eran demasiado «secundarios» para el concepto de Historia predominante en los escritos medievales cristianos, y que únicamente gracias a él esos personajes cobran cuerpo ante nosotros, dotados de vida y de pasiones, ajustadas en lo esencial a las que sin duda opusieron a los clanes familiares de que esos personajes formaban parte. Pero no deja de ser patente, a la vez, el hecho de que (como en toda historia, y más si es poética) lo contado es construcción al servicio de unas ideas, de unos propósitos, que, más que al tiempo referido, pertenecen al del narrador y a la posición que éste adopta ante la realidad de su entorno histórico. Es, como toda «verdadera « historia, reinvención del pasado para el presente.
Con esta gesta de 1144 se impone el nombre de «Mio Cid», de «el Cid», para «el Campeador». Ya en torno de 1149 el Carmen de expugnatione Almariae urbis, escrito en loor de Alfonso VII, atestigua en sus versos latinos la triunfante implantación del nuevo epíteto, juntamente con la de la noción (anti-histórica) de la inseparabilidad de la pareja Ruy Díaz-Alvar Fáñez (el Cid y Minaya); ambos hechos son, como el propio poeta latino reconoce, fruto del canto, en lengua vulgar, claro, de las hazañas conjuntas de uno y otro; esto es, resultado del éxito alcanzado, por plazas y palacios, de la gesta «navarra» de Mio Cid recientemente divulgada.
La personalidad de «el Cid» esculpida por el juglar estremadano de San Esteban de Gormaz recibía en aquella ocasión el reconocimiento de la poesía cortesana:
«Debo confesar —hace constar el poeta regio— la verdad, la cual el paso de los días nunca alterará: Mio Cid fue el primero, Álvaro, el segundo».
Diego Catalán, "El Cid en la historia y sus inventores."(2002)
NOTAS
18 [Véase, adelante, en el cap. IV, un demorado estudio acerca de lo aquí esbozado acerca del Mio Cid].
19 [Como detenidamente muestro en el cap. II de este libro].
20 [La prosapia materna del Restaurador fue ya destacada por el Libro de las generaciones o Liber regum redactado en Navarra en 1194-96, en que se equipara al emperador Alfonso VII, descendiente del juez Nuño Rasuera, y al rey de Navarra Garci Ramírez, descendiente del otro juez Llaín Calvo por intermedio del Cid. Continuó alegándose en las obras navarras posteriores: sirvan de ejemplo la Estoria de los godos de un aragonés al servicio de don Pero Ruiz de Azagra (fechable en 1252/53) y las Canónicas de Fray García de Euguí de c. 1387].
21 [Como afirma don Rodrigo Ximénez de Rada, Historia Gothica, Lib. V, cap. XXIV].
22 [Sobre estos detalles, véase adelante el cap. IV].
Índice de capítulos:
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (1)
a. La realidad se forja en los relatos
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (2)
b. Rodrigo, Campeador invicto para sus coetáneos
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (3)
c. Del Campeador al Mio Cid. Los nietos del Cid y la herencia cidiana
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (4)
d. Rodrigo, el vasallo leal, a prueba
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (5)
e. El Soberbio Castellano
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (6)
f. El Cid se adueña de la Historia y la Historia anquilosa la figura del Cid
* I REALIDAD HISTÓRICA Y LEYENDA EN LA FIGURA DEL CID (7)
g. El Cid del Romancero salva al personaje literario del corsé historiográfico
* II EL «IHANTE» QUE QUEMÓ LA MEZQUITA DE ELVIRA Y LA CRISIS DE NAVARRA EN EL SIGLO XI
* III LA NAVARRA NAJERENSE Y SU FRONTERA CON AL-ANDALUS
* IV EL MIO CID Y SU INTENCIONALIDAD HISTÓRICA
* V EL MIO CID DE ALFONSO X Y EL DEL PSEUDO IBN AL-FARAŶ
* VII LA HISTORIA NACIONAL ANTE EL CID
* APÉNDICE I. SOBRE LA FECHA DE LA HISTORIA RODERICI
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